Para mejorar el acceso, hay que deshacerse de los monopolios

By Dipak Gyawali (ES), June 11, 2013

Dentro del mundo en vías de desarrollo, por lo general la mujer es quien lidera la primera línea en el ámbito energético. Ella es la que va en busca de agua, a menudo en un trayecto de horas, cargándola en la espalda por falta de bombas y tuberías; ella prepara el grano y las verduras varias veces al día para que su familia pueda comer; y es ella la que se encarga de la rutina inacabable del quehacer, los niños, y mantener la ropa limpia. Lo que ella espera en términos de energía es simple, no le importan los análisis de simulación de energía, ni los modelos arcaicos de optimización, ni los arbitrajes para las subastas. Sólo quiere electricidad a su disposición para que le ayude a realizar sus quehaceres hogareños. Quiere que la electricidad tenga voltaje y frecuencia estables, y un costo bajo de kilovatio por hora. Quiere poder ir a golpear la puerta, en algún lugar cercano, de la persona que no le proporciona estos servicios, como lo haría en la tienda donde compra las verduras. (Para ella, un gerente nacional de servicios en una capital lejana es tan inútil como si se encontrara en la luna). Para explicarlo de otro modo, ella quiere ejercer el control democrático sobre los recursos indispensables de energía que son vitales para el bienestar cotidiano de su familia.

La electricidad, que alguna vez se consideró un lujo para el mundo en vías de desarrollo, se ha vuelto una necesidad y un derecho humano. Sin electricidad, las naciones y ciudadanos no pueden alcanzar su potencial económico. Los medicamentos básicos que salvan vidas no pueden almacenarse en las instalaciones locales de salud. Los ciudadanos no tienen acceso a información acerca de las decisiones políticas cruciales que se deciden en las capitales de las naciones, ni pueden entablar una relación con sus representantes por medio de la Internet o por sus teléfonos móviles. La electricidad refleja hasta qué nivel alguna persona está ejerciendo su ciudadanía y cumpliendo con las obligaciones respectivas.

Aumentar el acceso a la electricidad es un reto, pero en mi opinión, el mayor desafío no se trata de cómo generar la electricidad, sino más bien en cómo democratizarla. En el siglo 20, se establecieron muchos métodos creativos para generar (y hasta cierto punto almacenar) la electricidad. Hoy en día, la electricidad se puede obtener de la quema de combustibles fósiles, pero también se consigue de los recursos hídricos, mareomotrices, geotérmicos, solares, de biomasa, desechos, y fuentes nucleares. Claro, todos estos tipos de recursos energéticos tienen sus defectos. El uso de combustibles fósiles debe ser limitado para contener el calentamiento global. La hidroeléctrica conlleva graves consecuencias sociales y medioambientales e incita pasiones políticas profundas. La energía solar es complicada, ya que es difícil almacenar de manera adecuada la energía que se genera y deshacerse de los restos peligrosos de baterías. La energía nuclear genera deshechos radioactivos. Pero con el tiempo se podrían superar la mayoría de estos problemas, aunque las soluciones requieran ingenio y conlleven un costo.

Esas son las buenas noticias. Las malas noticias son que el verdadero obstáculo para aumentar el acceso energético es el débil legado del siglo pasado: la electricidad típicamente es suministrada por instituciones no muy receptivas. En la mayor parte de los países del sur –incluyendo a mi país, Nepal, que yace sobre una mina de oro hidroeléctrica en el Himalaya, pero cuya red eléctrica sufre de apagones de aproximadamente 12 horas cada día– la electricidad es distribuida por un monopolio vertical integrado que demuestra mucha rigidez y es insensible a los intereses del consumidor. Tales instituciones están más preocupadas por ejercer control que proporcionar servicios y en los casos más viles generar escasez eléctrica para maximizar su control. El enfoque principal de muchos de los organismos es la construcción y no la administración en su totalidad. Su manera de pensar los conduce a la ignorancia de los temas que son más importantes para los consumidores: la distribución, la administración y la creatividad de su uso final.

La calidad de los servicios, a menudo, es mala. Además de los apagones de luz, los consumidores hacen frente a las fluctuaciones en frecuencia y voltaje que reducen el tiempo de vida de los electrodomésticos, tales como las bombas eléctricas y televisiones. Las pérdidas técnicas de electricidad por causa de equipo ineficiente y por el aumento peligroso de líneas eléctricas son altamente inaceptables en la mayoría de los países del sur, pero, peor aún, los consumidores se roban la electricidad (a menudo con la complicidad del personal de los servicios) a tal grado que equivaldría a la bancarrota de cualquier compañía sin subsidio estatal. Los consumidores honestos pagan por estas pérdidas con costos más altos por el servicio o mediante impuestos más elevados. Como individuos, los consumidores son incapaces de enfrentar a los gigantes de la electricidad, quienes tienen todo a su favor.

Los proyectos rurales de desarrollo exitosos han demostrado que es posible superar estos problemas, siempre que los monopolios verticales integrados se separen en entidades de generación, transmisión y distribución; la última de éstas es vital para asegurar la supervisión receptiva y democrática a nivel comunitario. Así las compañías separadas se mantienen unas a otras bajo control. La rendición de cuentas se transparenta porque los consumidores pobres, que son incapaces de incidir en los niveles de generación de energía y transmisión, van percibiendo su mayor influencia a nivel de distribución. (Ésta es la razón por la cual la rendición de cuentas de proyectos de electrificación a pequeña escala, tal como las plantas microhidráulicas, es mucho mejor que cuando la electricidad se suministra desde instalaciones generadoras lejanas).

Separar la distribución de los otros elementos del negocio de la electricidad es una reforma estructural importante que contribuye a la democratización de las redes eléctricas. También es importante asignar a las municipalidades, comités de aldeas o cooperativas locales la mayor parte de la responsabilidad para administrar la distribución. Otra reforma importante supone realizar audiencias públicas cuando se establezcan los precios y se hagan planes para aumentar la distribución. Sólo mediante reformas como éstas, los pobres en áreas rurales –muchos de éstos mujeres a cargo de hogares en la ausencia de hombres que emigraron para encontrar trabajo– podrán exigir acceso a un mejor sistema eléctrico, lo cual es su derecho. Sólo ellas pueden tomar las riendas del asunto para asegurarse de que la electricidad les proporcione un descanso y mejore su calidad de vida, por ejemplo, con la ayuda de electrodomésticos como refrigeradores que eviten que se eche a perder la comida preparada, lavadoras que ahorran agua y eliminan el trabajo forzado que lastima la espalda, y los teléfonos móviles que se usan para pedir ayuda cuando se lastiman los niños.

Dondequiera que se hayan establecido estas reformas –por ejemplo en algunas partes rurales de Nepal, donde han surgido unas 200 asociaciones comunitarias de usuarios de electricidad — los aldeanos se han visto beneficiados de las tecnologías como el riego por elevación, que duplica y hasta triplica el cultivo en la agricultura comercial. La separación eléctrica del trigo reduce a la mitad el trabajo doméstico (por lo general, desempeñado por las mujeres), que se requiere para la ganadería. El acceso a Internet permite que los niños reciban mejor formación y que los pequeños agricultores averigüen donde pueden vender sus verduras al mejor precio.

Las empresas poderosas no receptivas son un terrible legado del siglo 20. Además, son el mayor obstáculo para mejorar el acceso a la electricidad de las personas más pobres en los países en vías de desarrollo, ya sean mujeres, niños u hombres.



 

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